25.4.10

ISLANDIA. LAS MOCEDADES DE LA TIERRA


Hielo y fuego esculpen en el siglo XXI la tierra más joven del planeta, todavía en formación. La inquieta (e inquietante) pubertad de Islandia ha convertido a la vieja Europa en una ratonera. En nuestro mundo donde todo está atado y bien atado el volcán Eyjafjalla ha decidido no ser un convidado de piedra.

La postal muestra a una pareja pasando las de Caín. Está subiendo en bicicleta una empinada cuesta de ripio en medio de un diluvio. Alrededor, un paisaje primigenio: montañas, glaciares y un río en cuyos meandros no hay construcciones humanas, ni tan siquiera árboles. La postal tiene una leyenda que dice lo siguiente: «Biking in Iceland: a relaxing and refreshing holiday» (Ciclismo en Islandia: unas vacaciones relajantes y refrescantes). A pesar de la ironía, no son pocos los que eligen este medio de transporte para vivir su aventura en una tierra con sabor a origen, donde el hielo y el fuego todavía no han terminado de definir unos decorados vacíos de lo que llamaríamos civilización. Destino turístico para gente que no abomina del frío y la lluvia —pero sí abomina de aglomeraciones—, Islandia saltó a los papeles en el otoño de 2008 cuando quebraron y se nacionalizaron tres de sus principales bancos, lo que dio pie a un ciudadano británico a «subastar» el país en eBay para llamar la atención sobre su gravísima situación económica. El precio de salida era 90 peniques, aunque la cantante Björk no estaba incluida en el paquete.

La vieja Europa miró entonces con conmiseración a su joven pariente —que solicitó formalmente su ingreso en la UE en 2009—, una isla de 103.000 kilómetros cuadrados (una quinta parte que España) y 320.000 habitantes situada en mitad de ninguna parte, a 970 kilómetros de Noruega y 798 de Escocia. El plato frío de la «venganza» acaba de servirse de la única manera posible, con una reacción incontestable de la naturaleza. La erupción del volcán Eyjafjalla, difícil de escribir e imposible de pronunciar, como tantos nombres islandeses, ha cerrado el tráfico aéreo europeo (cien mil vuelos cancelados) convirtiendo el continente en una ratonera y provocando unas las pérdidas de cientos de millones de euros. Más allá de la cifras llama la atención la estupefacción de una sociedad acostumbrada a tenerlo todo bien atado. El laboratorio geológico que inspiró a Julio Verne para su «Viaje al centro de la Tierra» (los protagonistas bajan por una chimenea del volcán Snæfells, en el oeste de Islandia) nos remite a los remotos tiempos en que nuestra especie era tan carne de cañón como cualquier otra.

Que la naturaleza manda lo tienen claro los islandeses desde siempre. Estos tipos tranquilos eligieron vivir sobre una criatura viva y cambiante donde el fuego se asoma por una treintena de volcanes activos y centenares de fumarolas. Casi un millar de manantiales de aguas calientes proporcionan una calefacción no contaminante al 90 por 100 de los hogares. Las piscinas termales —como la famosa Laguna Azul, cerca de Reykjavik— y el géiser Strokkur, que lanza su columna de agua hirviendo cada cinco minutos para regocijo de los turistas, constituyen la cara amable de la isla; los volcanes, en cambio, se gastan otros humos.

Sol invisible
En el siglo XIV hubo varias erupciones muy destructivas del volcán Hekla, el más activo de Islandia, «la puerta de los infiernos» para los europeos de la Edad Media; esta semana la televisión pública islandesa informó que el Hekla había despertado por simpatía a su vecino Eyjafjalla, aunque el organismo de control aéreo europeo, Eurocontrol, se apresuró a desmentir la noticia. En 1783, la erupción del Laki provocó que se abriera una grieta de treinta kilómetros que vomitó un océano de lava, según cuentan las crónicas. La nube de cenizas oscureció el sol, impidiendo a los hombres hacerse a la mar, y los gases envenenaron los pastos sellando el destino de ovejas, vacas y caballos. Sin pesca ni ganado ni posibilidad de escapar al continente, 10.521 personas murieron de hambre, el 20 por ciento de la población.

Esta actividad destructiva y transformadora es más evidente en el entorno del lago Myvatn, en el noreste de la isla. Krafla es una zona salpicada de cráteres, campos de lava y solfataras donde se llega a la conclusión de que la desolación es bella. Conduciendo por la carretera número 1 en esa dirección se atraviesa Ódáðahraun, donde se entrenaron los primeros astronautas que viajaron a la Luna. Antes de enfilar hacia Myvatn merece la pena girar al norte para visitar Dettifoss, la cascada más caudalosa de Europa, un torrente desmadrado y ensordecedor que sobrecoge, y el Parque Nacional Jökulsárgljúfur, donde se encuentra el cañón de Ásbyrgi que, según la tradición, es la huella dejada por la pezuña de Sleipnir, el caballo volador de Odín. Una explicación más plausible propone que la rasgadura fue obra de una avenida de agua de proporciones inimaginables producida tras una erupción bajo el glaciar Vatnajökull.

Los estados del agua
Con 8.100 kilómetros cuadrados (casi una décima parte de la superficie de Islandia), el Vatnajökull es el mayor glaciar europeo en volumen y compite en área con el Austfonna, situado en la isla de Nordaustlandet, en las Svalbard (Noruega). Mide 150 kilómetros de este a oeste y 100 de norte a sur, y tiene un espesor medio de unos 400 metros (llegando a un máximo de 1.000). Existen varios accesos. Por ejemplo, en el Parque Nacional Skaftafell, donde es posible poner el pie sobre el Skaftafelljökull, un espectacular glaciar que desciende del mar de hielo. O en la laguna de Jökulsárlón, donde flotan enormes témpanos. En Höfn se contratan excursiones en motonieve para adentrarse un poco más en el desierto blanco.

El estado líquido del agua se manifiesta en numerosas cascadas. A la excesiva Dettifoss hay que añadir la fotogénica Skógafoss, como pintada por un niño, y Goðafoss, la «cascada de los dioses», donde se arrojaron las estatuas de las deidades paganas cuando en 999 la Asamblea Nacional decretó que Islandia sería cristiana. Pero el salto que el visitante no olvidará mientras viva es Gullfoss, que junto a Þingvellir y los géisers de Haukadalur forma parte de una popular ruta turística conocida como el Círculo Dorado. Gullfoss, con sus tres escalones y su angosta grieta rompiendo el cauce del río Hvítá, agota los adjetivos. A principios del siglo XX se planeó construir una central hidroeléctrica, lo que hubiera sido un crimen que también habría agotado los calificativos.

Otra postal que se vende en las tiendas de souvenirs muestra un vehículo detenido en una pista por culpa de unas ovejas que le cierran el paso y no tienen intención de moverse. «Driving in Iceland: the grass is always greener in the middle of the road» (Conducir en Islandia: el pasto siempre es más verde en mitad de la carretera). Aquí no puedes hacer planes atendiendo sólo a las reglas humanas. Aquí las gasolineras tienen mangueras para limpiar el vehículo del polvo del camino, aunque al rato volverá a embarrarse. Aquí ocurren prodigios como que surja de repente un pedazo de tierra junto a la costa, como ocurrió en la década de 1960, cuando emergió el islote de Surtsey. Aquí, hipnotizado por las solfataras burbujeantes de Krafla, el turista puede quemarse la planta de los pies. Aquí, en la adolescencia del mundo, un volcán es capaz de parar los relojes de Europa.

Historia ligada al vecindario
Entre 330 y 325 a. C. el navegante griego Pytheas embarcó en Marsella para explorar rutas comerciales en el noroeste de Europa. Rodeó Gran Bretaña y llegó a Noruega. En sus escritos menciona la isla de Última Thule, a seis días de navegación del norte de Escocia. Probablemente se refería a Islandia. Monjes irlandeses llegaron hacia el año 700. Eran más ermitaños que misioneros —no había a quien evangelizar— y fundaron monasterios a lo largo de la costa. Un puñado de colonos nórdicos precedió al primer asentamiento serio, protagonizado por Ingólfur Arnarson, que en 874 fundó Reykjavík (bahía de los humos). En 930 su hijo Porsteinn Ingólfsson creó una Asamblea Nacional en Þingvellir. Después de unos inicios prometedores, el parlamento más antiguo de Europa cayó en corruptelas; diversas incursiones vikingas sembraron el caos en la isla. En el siglo XIII noruegos y daneses tomaron el control. Después de centurias de hambre, guerras y tributos, en 1918 Islandia se convirtió en un estado independiente dentro del reino de Dinamarca. Copenhague gestionó su política exterior y de defensa hasta 1940, cuando Dinamarca fue ocupada por Alemania. En mayo de 1941 logró la independencia. El establecimiento formal de la república tomó cuerpo en Þingvellir el 17 de junio de 1944.

Publicado en ABC el 25 de abril de 2010

4.1.09

NOTICIAS DE TIERRA INCÓGNITA

Nada hay comparable al lejano sur. Allí labraron sus hazañas los exploradores de la edad heroica y sitúan la última frontera los viajeros de nuestro tiempo. Hito geográfico, pero también un estado de ánimo

El «Fram» atraviesa una crujiente lámina salpicada de galletas de hielo, flanqueado por imponentes acantilados y lenguas de glaciares que se reflejan en el espejo grisáceo del mar. La tripulación llama al Canal de Lemaire el «Kodak Crack» por la cantidad de disparos de las cámaras que rompen el silencio durante la travesía. Es el único ruido que se escucha, con permiso del viento, pues los pasajeros apenas balbucean alguna palabra de admiración. A menudo se preguntan si de verdad están aquí, si este lugar salvaje e inhóspito existe, si la pétrea espina dorsal que surge del océano es real y no un decorado digital, y les asalta la convicción de que un paso más allá del refugio flotante serían carne de cañón. Aunque otros experimentaron la desolación y vivieron para contarlo.

Con 11 kilómetros de longitud y 1.500 metros de anchura, este canal pegado a la Península Antártica fue descubierto por una expedición alemana durante el verano austral de 1873-74, pero no fue navegado en su totalidad hasta el viaje de Adrien de Gerlache a bordo del «Bélgica» en 1898-99. Gerlache lo bautizó en honor del explorador del Congo Charles Lemaire. Por aquel entonces quedaban últimas fronteras que cruzar, en África, en la Terra Australis Incognita y hasta en la Luna, y el mundo era tan interesante que no había segundas vidas que vivir en el ciberespacio. La edad heorica de la exploración estaba a punto de comenzar con su rosario de hazañas y tragedias. Pero el viajero de nuestro tiempo, ese que muestra a los suyos, a miles de kilómetros de distancia, los témpanos de hielo a través de la webcam de su portátil, no puede abstraerse de esas historias del lejano sur. Quizás sienta una presencia invisible que le acompaña en la Antártida, como la sintieron Shackleton y sus compañeros de naufragio en el último tramo de su epopeya.

La carrera hacia el Polo Sur
Aunque algunos historiadores creen que el español Gabriel de Castilla pudo ver alguna de las islas Shetland del Sur en 1603 y el británico James Cook fue el primero en cruzar el Círculo Polar Antártico y circunnavegar el continente en la década de 1770, la confirmación de que más allá del Pasaje de Drake había tierra llegaría el 19 de febrero de 1819: el inglés William Smith avistó de forma casual la isla Livingston cuando viajaba desde Montevideo a Valparaíso. Los cazadores de focas tomarían las Shetland y el extremo norte de la Península Antártica a lo largo del siglo XIX, antes de la llegada de los grandes aventureros.

La exploración de la Antártida no tenía parangón; no había que enfrentarse a animales salvajes ni a indígenas hostiles (de hecho, fue auténticamente descubierta por sus exploradores, pues nunca habitó ser humano allí). El oponente era más formidable: vientos de hasta 300 kilómetros por hora, temperaturas inferiores a los 50 grados bajo cero, un océano con aspecto de criatura viva en cabreo permanente, una banquisa que atrapaba y trituraba los barcos, una costa sin apenas puertos naturales y largos días de helado silencio. La lucha se establecía entre el aventurero y las fuerzas desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia. A principios del siglo XX el reto se salpimentó con la rivalidad entre británicos y noruegos, en la que tres nombres brillaron con luz propia: Robert Falcon Scott, Ernest Shackleton y Roald Amundsen. La soberbia e incompetencia de unos fue decisiva en la resolución de la carrera hacia el Polo Sur.

Scott y Shackleton se asociaron en 1901 y, a bordo del «Discovery», inauguraron la edad heroica. Junto con el doctor Edward Wilson recorrieron 1.536 kilómetros en 94 días y llegaron a casi 1.200 kilómetros de su objetivo, teniendo que regresar tras pasar un infierno. Los tres hombres no sabían esquiar bien ni guiar a los perros y acabaron enfermos de escorbuto e insultándose en mitad de la nada. Shackleton había aprendido poco de sus errores cuando su buque«Nimrod» se hizo a la mar en 1907. Sin Scott (nunca más recibiría órdenes de nadie) y con subalternos de confianza —entre ellos Frank Wild, que le acompañaría en la expedición del «Endurance»— partió en octubre de 1908 de Cabo Royds, en la Gran Barrera de Hielo, con diez caballos y nueve perros. Los caballos resbalaban y caían y acabaron formando parte de la dieta de los expedicionarios. A unos 160 kilómetros del Polo, hambrientos y congelados, decidieron dar la vuelta y vivir antes que alcanzar la gloria y morir.

Ese destino le estaba reservado a Robert Scott, sumándose además la amargura de no ser el primero en llegar al Polo Sur. Su expedición y la de Amundsen emprendieron la marcha en octubre de 1911; Scott siguió la huella abierta por Shackleton y, como aquel, utilizó caballos (a pesar de su demostrada inutilidad en este terreno), además de trineos a motor que no funcionaban y perros que nadie sabía guiar. Cuando llegaron a su destino comprobaron que el rival noruego, mejor pertrechado y entrenado, les había ganado por la mano. «Ha sucedido lo peor. Se han desvanecido todos los sueños», escribió Scott en su diario. «¡Santo Dios, esto es un lugar espantoso! Y ahora volver a casa, haciendo un esfuerzo desesperado». La última línea de su diario, escrita el 19 de marzo de 1912, presagiaba la tragedia. «Es una lástima, pero no creo que pueda escribir más».

Los que enfilan hoy hacia el lejano sur no tienen que sufrir estos dramas y los modernos buques disponen de calefacción y estabilizadores, pero de algún modo la Antártida sigue reservándose el derecho de admisión. El guardián se llama Pasaje de Drake, un tormentoso tramo de mar de 800 kilómetros de ancho que separa el Cabo de Hornos y las islas Shetland del Sur. Allí se citan los océanos Atlántico y Pacífico y el viaje admite pocas bromas. Fue descubierto por el marino español Francisco de Hoces en 1525, cuando su barco fue arrastrado por un fuerte temporal. De hecho, algunos prefieren llamar al pasaje Mar de Hoces.

El primer viaje documentado lo protagoniza en 1616 el holandés Willem Schouten, descubridor del Cabo de Hornos, una isla barrida por las tempestades. Buscaba una ruta alternativa para sortear el monopolio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que utilizaba las únicas vías conocidas para llegar a los destinos asiáticos: el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Buena Esperanza. Schouten seguía una pista: años antes, en 1578, Francis Drake, durante su circunnavegación del globo—con patente de corso de Isabel I de Inglaterra para tocar las narices a la flota española—, descubrió que Tierra del Fuego no era un nuevo continente como se creía, sino una isla. Había, pues, una alternativa a la ruta «tradicional». El navegante holandés dobló el cabo, al que llamó Hoorn en honor al pueblo en que nació; luego, por esas cosas del lenguaje, pasó a denominarse Hornos. Los años sembraron de pecios las profundidades de alrededor.

Olas de diez metros zarandean el «Fram» mientras avanza por el Pasaje de Drake. Lo levantan sacando su proa del agua, que cae después con estrépito. El mar parece una batidora cuyo contenido cambia de color, del añil al gris metálico, según la luz que le pegue; el viento despeina las crestas de las olas y la espuma pulverizada forma pequeños arcoiris. Albatros y petreles de gigantesca envergadura siguen la estela del barco sin esfuerzo aparente, planeando sobre montañas de agua. A bordo hay tráfico de drogas... legales. A una conocida marca de pastillas antimareo se le une otra, más fuerte. Y pulseras y parches con más pinta de placebo que de otra cosa. Cualquier método vale para salir victorioso de esta travesía de dos o tres días, incluso borrar el vaivén de la mente (quien sea capaz de hacerlo). Dicen que a todo marino que atraviese el Drake le será permitido lucir un aro de oro en la oreja izquierda y podrá orinar en contra del viento. El segundo privilegio suena arriesgado a pesar de todo.

Arqueología antártica
La tregua llega en isla Decepción, en las Shetland del Sur, un antiguo volcán que colapsó dejando que el agua penetrara por un flanco y formara una bahía circular. El acceso se realiza por un estrecho paso conocido como los Fuelles de Neptuno, descubierto en la década de 1820 por cazadores de focas americanos. A principios del siglo XX los barcos balleneros utilizaron una cala cercana para levantar la estación Hektor. Hasta finales de la década de 1930 fueron ocupados todos los puertos naturales de la Península Antártica, donde grandes buques factoría despedazaban a los cetáceos que eran cazados por lanchas en aguas abiertas. Cuando los barcos incorporaron rampas en popa para izar las ballenas a bordo se abandonaron los refugios costeros, que adquirieron la categoría de arqueología. Los restos de la estación Hektor y de la base británica Deception Base B constituyen uno de los monumentos históricos más frecuentados de la Antártida.

Parejitas de pingüinos papúa y barbijo pasean por la playa volcánica, una pandilla de págalos espera picotear algún desperdicio dejado por los turistas (vana esperanza: los guías son muy estrictos con estas frivolidades), algún valiente cava un agujero y prueba las «aguas termales» de Decepción después de darse un chapuzón en el mar —no consta que haya dispensa por ello— y las cabañas en ruinas, los depósitos herrumbrosos de combustible y grasa animal, los restos
de barcazas y los huesos de ballena quedan ahí, inasequibles al paso de las centurias, para ser visitados por las futuras generaciones.

Una luz fantasmal baña el islote de Goudier, el lugar donde se levanta Port Lockroy, una vieja base británica que fue construida en febrero de 1944 en el contexto de la Operación Tabarin de la Royal Navy para contrarrestar las aspiraciones soberanistas de Argentina sobre la Antártida. Chile se sumó a la fiesta y durante aquellos años se levantaron decenas de bases supuestamente científicas que, con el tiempo, fueron abandonadas o cedidas a terceros países. Una goleta irrumpe inopinadamente en el escenario como salida de una película de piratas; pieza de caza mayor para los fotógrafos, que deben de andar con cuidado para no resbalar en el guano de pingüino que se acumula en la playa pedregosa. Port Lockroy fue restaurada en 1996 y desde entonces permanece abierta a los visitantes durante el verano antártico. Ha sido designada monumento histórico —la región del Mar de Ross tiene 14 sitios protegidos relacionados con expediciones británicas de la época heroica— y convertida en museo. Alrededor de 70.000 postales son enviadas desde aquí cada año por los turistas a más de cien países distintos (el correo tarda de dos a seis semanas en llegar pues, obviamente, no existe un servicio exprés).

Herencia de la Operación Tabarin es la base ucraniana Vernadsky, situada en las Islas Argentinas, que inició sus operaciones en 1996 después de que los británicos vendieran la antigua base Faraday a la Academia de Ciencias de Ucrania por el simbólico precio de una libra esterlina. Faraday alcanzó renombre mundial en 1985 cuando sus científicos descubrieron el agujero en la capa de ozono. Vernadsky es famosa por su pub, el más austral del mundo (65º 15' S), donde se sirve una copa de vodka gratis a todas las mujeres que dejan su sujetador aquí. En la pared de «trofeos» del bar hay sostenes de todas las tallas imaginables.

El barco recorre despacio el profundo fiordo de Andvord Bay, que discurre perpendicular al eje principal del Estrecho de Gerlache, penetrando más de 20 kilómetros en la Península Antártica. El paisaje es sobrecogedor, con decenas de icebergs flotando mansamente en la bahía, algunos enormes con forma de castillos almenados, todos irrepetibles y con fecha de caducidad. Espíritus de hielo que surgen de la niebla. Desde aquí al Mar de Weddell, al otro lado del espinazo montañoso, hay apenas 50 kilómetros. En aquellas aguas se fraguó una impresionante hazaña.

Shackleton, endeudado y en el dique seco, tuvo que leer en la prensa la tragedia de Scott y el triunfo de Amundsen. El pescado estaba vendido. ¿O no? «Nunca la bandera arriada, nunca la última empresa». En agosto de 1914, días antes del estallido de la primera guerra mundial, partió hacia el sur. «Queda el viaje más impresionante de todos, la travesía del continente», escribió. Tras navegar en el Mar de Weddell y cuando faltaban 160 kilómetros para llegar a tierra, su barco, el«Endurance», quedó atrapado en el hielo. La batalla por la supervivencia duró veinte meses y ni uno solo de los 27 tripulantes perdió la vida. Los expedicionarios tuvieron que soportar penurias inimaginables, el naufragio del «Endurance» y una durísima travesía en los botes salvavidas a la isla Elefante antes de que Shackleton, con un puñado de hombres, realizara a bordo del «James Caird» uno de los viajes más memorables de la historia de la navegación. Durante su última y extenuante marcha, cruzando a pie los glaciares y montañas sin nombre de la isla de San Pedro en busca de la estación ballenera de Stromness, de la salvación final, Shackleton y sus acompañantes sintieron que alguien más caminaba con ellos...

Una presencia invisible que hace que cada persona sienta en estas latitudes su Antártida particular, salvaje y única.

(Publicado en el D7 de ABC el 04-01-2009)

Foto: Gonzalo Cruz Jr.

24.4.08

LIVERPOOL, LAS CALLES DEL RITMO























Dos iconos, los Beatles y el Liverpool F. C., constituyen el alma emocional de la Capital Europea de la Cultura , una ciudad llena de contrastes, con una arquitectura sobrecogedora y la mirada puesta en el futuro

El estuario del río Mersey le roba plano a la ciudad portuaria. Desde la ventanilla del avión no se ven edificios reconocibles: sólo agua, niebla y grandes chimeneas que hacen su contribución a la causa. Un lugar desconocido, desolado y húmedo. Para el neófito es importante una referencia, un asidero de tópicos que le reconforte. Por suerte, la sensación de vacío desaparece al poco de aterrizar en Liverpool. El aeropuerto se llama John Lennon y en su puerta hay una gran escultura del «yellow submarine». Vistazo alrededor: es posible que Paul y Ringo estén a punto de coger un vuelo. Ya en el taxi, después de digerir que las rotondas se cogen por la izquierda, el visitante se viene arriba y pregunta al conductor por el Liverpool F. C. «Lo siento, soy del Everton», contesta lacónico.

Por supuesto. La Capital Europea de la Cultura 2008 es más que los Beatles y los «Benitles». Es el Everton, las catedrales, el Albert Dock, St George's Hall y los museos situados en el muelle y en William Brown Street. Es esa arquitectura arrogante que se eleva desde Pier Head, el puerto de piedra construido en el siglo XVIII y que fue, para muchos emigrantes, el último paisaje europeo que vieron en su vida. Es el centro bullicioso y comercial en torno a Williamson Square. Es el hogar del Gran National, la carrera de obstáculos ecuestre más importante del mundo, celebrada en Aintree desde 1839 y vista en televisión por 600 millones de aficionados. Pero, qué diablos, ya habrá tiempo después para estos y otros lugares, porque la llamada de la música es demasiado tentadora.

Qué noches la de aquellos días
En Matthew Street una mexicana se abalanza sobre la estatua de Lennon y la cubre de besos, como si fuera un santo al que pedirle salud o un novio. En Liverpool se hablan 60 idiomas en la actualidad, y la calle del beat es una pequeña Babel de melómanos. John tiene el look característico de su etapa de Hamburgo, cuando los Beatles rompieron el precinto de su motor para conquistar el orbe. Un muro de ladrillos con los nombres de muchas bandas le guarda las espaldas. Hay dos Cavern, un club y un pub, pero ninguno de los dos es el legendario local donde los Fab Four tocaron 275 veces entre 1961 y 1963. Un detalle casi irrelevante para los fans que bajan a las profundidades de esos establecimientos para tomarse unas pintas y fotografiarse junto a carteles y otros recuerdos de la década prodigiosa. No importa si tienen o no certificado de autenticidad. El antro original fue demolido en 1973. Un cartel situado unos metros más abajo del actual club recuerda dónde estuvo la entrada. Si uno ingresa en el centro comercial de al lado se topará con una tienda para frikis y un café llamado «Lucy in the sky with diamonds» que se arroga el privilegio de ocupar el espacio del viejo Cavern. En Matthew Street todos están de acuerdo con el famoso dicho periodístico: «No dejes que la realidad te arruine un buen reportaje».

Pero la calle es la calle. En The Grapes, un pub donde los Beatles sí se acodaron en la barra, los viejos rockeros aún recuerdan el olor a sudor y desinfectante de la caverna. «Las mujeres entraban con el pelo liso y salían con el pelo rizado», dice una voz. Cientos de personas se hacinaban en aquel antiguo almacén victoriano donde hasta las paredes chorreaban. «Si después de un concierto te encontrabas con un colega en otro lugar sabía de inmediato que venías de The Cavern porque apestabas». Pero, por encima de todo, recuerdan la emoción de haber vivido algo extraordinario. Interminables sesiones de música en vivo en un mundo sin móviles e internet. Otra de las bandas que solía actuar allí era Gerry & The Pacemakers, precursora del Mersey Sound y que fue casi borrada del mapa por el tsunami beatle. La cantante y presentadora de televisión Cilla Black estuvo durante un tiempo a cargo del guardarropa. Brian Epstein, manager de los Beatles, descubrió que la chica tenía talento para otros menesteres y la lanzó al estrellato.

Una ciudad para futboleros
«Cada vez vienen más españoles por aquí». Es día de partido y Chris Baylis, director de la tienda oficial del Liverpool, supervisa la avalancha de supporters de toda la vida y asimilados de última hora, esos que se han dejado encandilar por la leyenda de un equipo entrenado por Rafael Benítez y donde Fernando Torres (30 goles en lo que va de temporada), Pepe Reina y Xavi Alonso son algunas de sus más rutilantes estrellas. Y no tienen apellido anglosajón. Chris esgrime unos datos con orgullo: el partido contra el Arsenal de cuartos de final de la Liga de Campeones fue visto por más de cuatro millones de telespectadores en España (un 25,3 por 100 de la audiencia). Una de sus compañeras comerciales lleva un pin del Atlético de Madrid en la solapa. Lo obtuvo en un intercambio de insignias con un aficionado al modo en que los jugadores se intercambian banderines en el campo.

Anfield Road es una calle estrecha con edificios de escasa altura y de ladrillo rojizo. Nadie diría que escondido en ese barrio de arrabal se levanta uno de los templos mundiales del fútbol, sede del club más laureado de Inglaterra —18 Ligas—y con un impresionante palmarés internacional —5 Copas de Europa—. El domingo de partido hay una liturgia de manual: los supporters del Liverpool se quitan el pijama y se visten la camiseta roja; no se la quitarán hasta la noche y los más valientes no se pondrán una chupa encima aunque llueva o haga frío. El partido es a las 13:30, así que llegan una hora antes a las inmediaciones del estadio para meterse una hamburguesa o un perrito caliente más un par de cervezas en los puestos ambulantes que hay junto a The Kop, la mítica grada sur (Ernest Edwards, editor del Liverpool Echo, la bautizó así en 1906 porque le recordó la ladera de la colina Spion, de Suráfrica, donde en 1900 un batallón de fusileros de Lancashire fue aniquilado por los Boers; 3.000 soldados de Liverpool nunca volvieron. Colina, en el idioma afrikáner, es Kop). Visitan la tienda oficial para comprar merchandising, cantan el himno del club (el celebérrimo «You'll never walk alone»—Nunca caminarás solo—) y los temas de sus jugadores favoritos y, metidos en la caldera de emociones de Anfield, aplauden a su equipo como si les fuera la vida en ello. El fútbol se engarza con la música para componer el alma sentimental de Liverpool.

La cara B del disco es un canto a la modernidad, una apuesta por tratar de sacudirse la bruma de una historia tempestuosa. Liverpool prosperó en el siglo XVIII gracias al tráfico de esclavos; los barcos hacían escala aquí durante el viaje desde el este de África hasta Virginia y las islas del Caribe, donde la «mercancía» humana se cambiaba por azúcar, ron, tabaco y algodón. Más tarde, entre 1830 y 1930, cerca de diez millones de emigrantes (la mayoría británicos, pero también de los países nórdicos) zarparon de este puerto rumbo a América. Durante la II Guerra Mundial los muelles tuvieron otro momento de ebullición por el comercio trasatlántico y la llegada de soldados norteamericanos (más de un millón desembarcaron en Liverpool antes del día D). La crisis económica de la década de 1970 y los conflictos raciales de los 80 sumieron a la ciudad en la depresión. En 2008, la inyección de dinero y entusiasmo por la capitalidad europea de la cultura se deja notar no sólo en los andamios, grúas y zanjas para el lavado de cara de su paisaje urbano,
sino en un ambicioso programa de eventos que comienza dentro de un mes y donde el arte, la música y el deporte tienen un gran protagonismo.

Tentaciones en el muelle
Albert Dock, construido entre 1841 y 1848, fue uno de los primeros muelles cercados del mundo. Pasear bajo su columnata de hierro fundido es un placer. Los viejos almacenes fueron rehabilitados y ceden su espacio a museos, tiendas y restaurantes. En el dock está, por ejemplo, el Merseyside Maritime Museum, ideal para profundizar en la historia apuntada el párrafo anterior. También el Tate Liverpool, una de las sedes de la Tate Gallery de Londres, que acogerá a partir del 30 de mayo una gran exposición sobre Gustav Klimt. Y, por supuesto, The Beatles Story, un refugio para nostálgicos. El 18 de julio los muelles serán testigos del comienzo de la regata Tall Ship, que concentra a un millón de personas en las orillas del río Mersey.

Pegado a Albert Dock está el flamante Echo Arena, que albergará en julio el festival Liverpool Summer Pops y en noviembre la entrega de los premios MTV. Aunque el plato fuerte será el concierto de sir Paul McCartney en Anfield el 1 de junio.

En el sorprendente skyline destaca la mole de la catedral anglicana, de estilo neogótico, que empezó a construirse en 1902 y se concluyó en 1978. El quinto templo en tamaño del mundo es obra de Giles Gilbert Scott, a quien se debe el diseño de la cabina telefónica roja que se ha convertido en uno de los símbolos de este país. De hecho, hay un locutorio en el recinto. Desde los 101 metros de la torre se disfruta de las mejores vistas de la ciudad: al norte, siguiendo por Hope Street, está la catedral metropolitana, católica, que según los planos originales habría sido mayor que la basílica de San Pedro, en Roma. La guerra y el declive económico obligaron a reducir sus dimensiones. Su cripta acoge a finales de año una exposición de Le Corbusier, una prueba más de la fuerte ligazón de Liverpool con la arquitectura.

Foto: Gonzalo Cruz Jr.

(Publicado en ABC VIAJAR el 24-04-2008)

6.5.07

TIERRAS ALTAS, EL ALMA NATURAL DE ESCOCIA



Escocia celebra en 2007 el «año de las Highlands» con múltiples eventos. Hemos explorado el lado natural y deportivo que se esconde en este paisaje indómito

Charlie acaba su exhibición trialera, zigzaguea hábilmente entre las raíces de los pinos y aparca su bicicleta junto a Loch an Eilein. Durante unos minutos, escuchando sólo el sonido de su respiración, se regala una postal escocesa: el bosque, el lago, el castillo... y el cielo perdonavidas que puede pero no quiere. La lluvia no desentonaría en este rincón del Parque Nacional Cairngorms, cerca de Aviemore, en las Tierras Altas de Escocia, pero esta mañana de abril prefiere dar una tregua para regocijo de ciclistas y paseantes. Las Highlands basan su prestigio en el indómito paisaje de colinas chatas con vocación alpina, en las tupidas manchas forestales, en los pastos, riachuelos y turberas, en las piedras cargadas de historia, en las destilerías de whisky de malta, en el vacío apenas perturbado por ovejas y vacas melenudas, en las leyendas de William Wallace, Rob Roy y otros héroes vestidos con kilt... Uno puede disfrutar de estas cosas con premura, como el que sella un pasaporte en los pabellones de una exposición sin detenerse, o integrarse en el paisaje caminando, pedaleando, remando o montando a caballo. La oferta de actividades al aire libre en las Tierras Altas le da otra dimensión a los tópicos escoceses. Charlie, guía de una empresa de deportes de aventura, lo sabe. Emigró desde el condado de Devon, en el suroeste de Inglaterra, para convertir su pasión en trabajo.

Los Cairngorms forman la espina dorsal del parque nacional más extenso del Reino Unido, con 3.800 kilómetros cuadrados de superficie. Junto con el de Loch Lomond y los Trossachs constituye una de las propuestas naturales más tentadoras de Escocia, con una extensa red de caminos que acercan al visitante a sus bosques, lagos y cumbres, donde habitan bichos tan interesantes como el ciervo rojo, el urogallo o el águila pescadora. El abanico de posibilidades abarca desde el senderismo hasta los deportes extremos, pasando por la bicicleta de montaña, canoa, kayak, rafting, pesca, golf, escalada, descenso de cañones y esquí. Aquí, como en toda Gran Bretaña, se puede aplicar la historia del inglés que subió una colina pero bajó una montaña, aunque no conviene despreciar estas «tachuelas» de 1.200 ó 1.300 metros de altitud a las que el invierno sube de categoría. Nieva en abundancia, el viento sopla huracanado y el mercurio cae bajo cero, nos cuentan. Un funicular ahorra el esfuerzo a quien busca vistas panorámicas, pero ojo, no está permitido salir de la terraza de la estación término para cubrir el tramo final hasta la cima de Cairngorm (1.245 metros). El campo, para quien lo trabaja. Paradoja: el ferrocarril de montaña y los telesillas para los esquiadores son cicatrices más asumibles que las huellas de los excursionistas que aprovechan los atajos. Abajo, en el valle, el Parque Forestal de Glenmore abraza a Loch Morlich, donde el águila pescadora exhibe sus habilidades a los pescadores humanos.

Este joven parque nacional (creado en 2003) y su pueblo lanzadera, Aviemore (con atractivos combos —pubs y tiendas de artículos de montaña, dos formas distintas de ejercitarse sin salir del mismo establecimiento—), se han convertido en referencias imprescindibles en un año en que los escoceses quieren dar a conocer la riqueza histórica, cultural y medioambiental de su región más famosa.
Biscuit da un cursillo exprés de manejo de remos en Loch Tay, un bellísimo brazo de agua encajonado entre las colinas de Perthshire. Un guía de nombre «Galleta» puede augurar un trayecto dulce o amargo, según se mire. Las canoas avanzan ágilmente por el lago, que está como un plato, hasta el Scottish Crannog Centre, un reconstruido palafito de la Edad de Hierro. Los patos salen detrás de las estacas sobre las que se asienta la cabaña para curiosear, pero como no hay recompensa enseguida pierden interés. No hay constancia de que vivan primos de Nessie en Loch Tay. Ni siquiera hay constancia de que viva Nessie en Loch Ness, pero cualquiera lo pone en duda. Después de varias maniobras alrededor de unas boyas, Biscuit decide que sus clientes ya están preparados para afrontar el río.

Media hora después, naufragio en los rápidos.

El húmedo regreso a Kenmore, un pueblecito junto al lago que uno transformaría en miniatura para llevárselo a casa, es un recorrido a pie a través de la inmensa finca que rodea el castillo de Taymouth, construido a principios del siglo XIX y al que están lavando la cara para transformarlo en hotel. Dura competencia para la posada de Kenmore, inaugurada un lejano 3 de noviembre de 1572 —es la más antigua de Escocia—. Dentro de los terrenos se incluye un campo de golf reglamentario, así que un aficionado perdería la cabeza practicando el swing en estas praderas donde retozan faisanes y conejos. Preguntamos si el castillo tiene fantasma, pero Biscuit duda. «Si no tiene, hay que fichar uno inmediatamente», afirma convencido.

El entorno de Kenmore da para más actividades al margen del agua y del green. Para eso es preciso echarse al monte en busca de nuevos puntos de vista, a pie o pedaleando. Desde arriba, ya tenemos la codiciada miniatura: el lago y el río; el pueblo con su posada, su iglesia y su cementerio; el castillo y el campo de 18 hoyos...
Atholl Estates, a un paso de la bonita y turística ciudad de Pitlochry, es una de las fincas más espectaculares de las Highlands: una vasta extensión de terreno con castillo donde una docena de duques se fue relevando para darse la vida padre. La nobleza que hizo del ocio un arte agradece ahora el ocio de los plebeyos: rutas a caballo, a pie o en 4x4 para visitar el reino del ciervo. La cacería del soberbio animal suele ser hoy menos cruenta que antaño; se hace puntería con las cámaras fotográficas, aunque se reservan algunas piezas para tiradores con rifle y dinero para invertirlo en un trofeo de categoría. Las actividades se coordinan desde el castillo de Blair, donde un gaitero da la bienvenida a los turistas interpretando «Scotland the Brave» y otros clásicos. Lejos del mundanal ruido, de los retratos de los duques, las alabardas que decoran las paredes y las alcobas con dosel, colina arriba, la fauna premia al excursionista paciente y silencioso. Aves pequeñas, como el carbonero y el pinzón; grandes, como el urogallo rojo; más grandes, como el águila real. Ardillas y corzos. Y el monarca que nos devuelve la mirada antes de desaparecer y dejarnos pensando que todo fue un espejismo.

«Los visitantes nos dicen que Escocia está hecha para caminar», confiesa Denise Hill, responsable de Marketing Internacional de Visit Scotland. Y también para pedalear. La venta del lado natural de este destino fue una de las prioridades de la reciente exposición celebrada en Edimburgo. Las propuestas van más allá de una buena frase publicitaria: no sólo se editan guías con las mejores caminatas de cada comarca y se señalizan las trochas al detalle, sino que se montan «walking festivals» donde uno puede contactar con otros fanáticos de hacer camino al andar y diseñar el plan perfecto para las vacaciones.
Los que deseen emociones fuertes tienen una parada obligatoria a un paso de la capital. Tras un paseo por Princes Street, la Royal Mile o Calton Hill uno puede afirmar «me voy a escalar un rato» sin que suene a boutade. Este mes se inaugura el Adventure Centre Ratho, la mayor instalación de escalada a cubierto del mundo, construida en una cantera abandonada, con paredes para todos los públicos y niveles, con restaurante, tienda, spa, gimnasio... y un vertiginoso parque de aventura suspendido en el vacío: una hora de recorrido no apto para cardíacos. Y sin que la lluvia —nos gusta que Escocia esté verde; entonces... ¿de qué nos quejamos?— estropee el entretenimiento vertical.
Foto: Miguel Berrocal
(Publicado en ABC el 6-5-2007)

1.4.07

PHILIP K. DICK, EL VISIONARIO QUE DUDÓ DE LA REALIDAD


Se cumplen 25 años de la muerte de Philip K. Dick, uno de los grandes autores de ciencia ficción del siglo XX, cuyas obras inspiraron las películas «Blade Runner», «Desafío Total» y «Minority Report»


«Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo en lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando. Se trata de algo muy serio, algo muy importante. Tienen que pensar que, para mí también, el hecho de declarar algo así es una cosa terrible. Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta. No conozco a nadie que haya hecho declaraciones como ésta, pero sospecho que mi experiencia no es única. Quizá lo sea el deseo de hablar de ella». La parrafada forma parte del discurso que Philip K. Dick leyó en una convención de ciencia ficción celebrada en Metz, Francia, en septiembre de 1977. El título elegido: «Si creen que este mundo es malo, deberían ver alguno de los otros». El público —progres del 68 que esperaban al Dick paranoico, drogata e incorregible de siempre— se quedó mudo cuando, al final de la conferencia, el escritor reconoció haber sido «una variable reprogramada en uno de esos insidiosos cambios de realidad que conforman la trama del Universo», y que había entrado directamente en contacto con el Programador. Es decir, con Dios. De hecho, Dick se consideraba «un peón de Dios».

Al bajar del estrado, la gente lo miró con estupor: el tipo no sólo estaba como un cencerro sino que, además... ¡se había vuelto beato! La anécdota, contada por Emmanuel Carrère en la biografía «Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos», ofrece una pista sobre la personalidad de este iluminado que siempre dudó de la realidad, que veía visiones (de Jesucristo y la antigua Roma) y experimentaba contactos con una entidad divina. Philip K. Dick se convirtió en un apóstol del LSD, un gurú de la contracultura. Sus obras, marcadas por la duda existencial, fueron la «biblia psicodélica» de toda una generación. No están habitadas por héroes galácticos, sino por personas corrientes que descubren que sus familiares y amigos, o incluso ellos mismos, son alienígenas, robots o espías sometidos a lavados de cerebro.

Chicago, 16 de diciembre de 1928. Dorothy Kindred Dick dio a luz a una pareja de mellizos prematuros. Los llamaron Philip y Jane. La poca leche que la madre podía ofrecer a los bebés, la ignorancia y la falta de asesoramiento médico provocó que la niña muriera un mes y pico después. La enterraron en Fort Morgan, Colorado, de donde era originaria la familia paterna. Junto a su nombre, en la lápida, grabaron el de su hermano, con la fecha de nacimiento, un guión y un espacio en blanco. Después, los Dick partieron rumbo a California.

Allí Philip residió la mayor parte de su vida. Escritor precoz, empezó a dedicarse a esta tarea profesionalmente en 1952. En los años 60 se echó en los brazos de la droga, un romance que puso bajo sospecha sus célebres «visiones».

El imperio nunca dejó de existir
En 1962 ganó el premio Hugo por «El hombre en el castillo», probablemente su mejor obra, una ucronía que sitúa la trama en Estados Unidos 15 años después de que las fuerzas del Eje derrotaran a los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Hitler queda incapacitado por sífilis cerebral, por lo que el canciller Martin Bormann asume el mando. Los nazis crean su propio imperio colonial, causando genocidios masivos de judíos y negros. También inician la carrera espacial, desarrollan la bomba atómica y la de hidrógeno... y montan una guerra fría con Japón, la otra potencia. Una historia alternativa.

A Dick le extrajeron una muela del juicio en febrero de 1974. El mundo era un dolor atroz que le latía en la mandíbula apenas suturada. Su mujer telefoneó al dentista, que prescribió un analgésico, y luego a la farmacia (era impensable abandonar al enfermo aunque fuera un minuto). Media hora después, una chica con uniforme blanco llamó a la puerta. Llevaba un paquete con el medicamento y un colgante de oro que representaba un pez. «¿Qué es eso?», preguntó el escritor, hipnotizado. «Un símbolo de los primeros cristianos», contestó ella. Dick tuvo una revelación. «El imperio nunca dejó de existir». La chica, como él, era una cristiana clandestina. La habían enviado para que se lo comunicara, portando un emblema que desatara sus recuerdos. Pero... ¿no estamos en 1974, en California? No. Phil se había unido al ejército de los Avisados: estamos en Roma, en el año 70 después de Cristo...

¿Locura? ¿Escapismo? «Creo que incluso en la novela fantástica más imaginativa el escritor siempre habla de nuestra humanidad», comenta Henri Loevenbruck, autor de «La loba y la niña» (Timun Mas), que reconoce la influencia de Dick en su obra. «La acción puede situarse en el futuro o en el pasado, incluso en un mundo imaginario, pero, de hecho, tratamos con algo que no tiene época, que va más allá del tiempo: nuestra especificidad como especie. Las buenas historias como las de Dick nunca envejecen, porque tratan sobre cuestiones universales que nos conciernen a todos. ¿Qué es lo real?, ¿cuál es mi lugar en esta realidad?, ¿qué es lo que me hace humano? Mis novelas son, para mí, un modo de encontrar los hilos invisibles que
mantienen unidos a los hombres. Los libros permiten sentirnos menos solos en nuestro camino del nacimiento a la muerte».

Treinta y seis novelas y cinco colecciones de relatos después, el final de ese viaje llegó para Phil en 1982. Infarto cerebral. En el hospital, el encefalograma se convirtió en una línea recta que recorrió la pantalla durante cinco días. Lo desconectaron el 2 de marzo. Su padre, Edgar, muy anciano, llevó el cuerpo hasta Fort Morgan, donde un lugar lo aguardaba desde hacía 53 años. Sólo hubo que grabar la fecha de su muerte en la lápida.

DEL SUEÑO DE LOS ANDROIDES AL INFORME DE LA MINORÍA
Minotauro ha recuperado las obras fundamentales de Philip K. Dick. Muchos aficionados al género lo han descubierto gracias a las adaptaciones cinematográficas de sus relatos. Sin embargo, Dick sólo llegó a ver una de ellas, realizada para televisión, «Impostor» (1962), del cuento del mismo título, y algunas escenas de «Blade Runner» (1982), que se estrenó cuatro meses después de su fallecimiento. Basada en su novela corta «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?», la película dirigida por Ridley Scott y protagonizada por Harrison Ford se convirtió en un clásico de culto y le abrió a Dick las puertas del gran público. «Desafío total» (1990), de Paul Verhoeven, con Arnold Schwarzenegger y Sharon Stone, está basada en el relato «Podemos recordarlo todo por usted». El film francés «Confessions d'un Barjo» (1992) es la única adaptación de una obra de Dick («Confesiones de un artista de mierda») al margen de la ciencia ficción. «Asesinos cibernéticos» (1995) bebe en el relato «Segunda variedad». En 2002, Steven Spielberg y Tom Cruise se acercaron al escritor con «Minority Report», basado en «El informe de la minoría». «Paycheck» (2003), de John Woo, con Uma Thurman y Ben Affleck, se apoya en «La paga». El film de animación «A Scanner Darkly» (2006) es la penúltima entrega. En septiembre llega «Next», protagonizada por Nicolas Cage y Julianne Moore, que surge del cuento «El hombre dorado».

(Publicado en ABC el 1-4-2007)

19.11.06

POSTALES DEL FIN DEL MUNDO















El mito habita al sur del sur, donde aún es lícito hablar de «terra incognita». En esas soledades se citan el Atlántico y el Pacífico y se oyen los ecos de Magallanes, Drake, Sarmiento, Schouten, Darwin y otros exploradores. Hemos navegado tras su estela

El cartel sugiere una estación término, pero a Ushuaia, «el fin del mundo», le ocurre lo que a otros lugares fronterizos: está en el final de algo... y en el principio de otro algo. El 12 de octubre cumplió 122 primaveras australes y presume de ser la ciudad más meridional del planeta —la chilena Puerto Williams le disputa el título, aunque los argentinos dicen que no es una ciudad, sino un pueblo—. El visitante no sabe si amarla u odiarla: es la mejor lanzadera a Tierra del Fuego y a esa «terra incognita» que se extiende hacia Cabo de Hornos y más allá, hasta el inhóspito desierto de hielo, pero es también la ameba que se pega a las últimas cumbres del espinazo andino, una urbe que crece sin orden ni concierto —con barrios que se llaman «las 200 viviendas», «las 640 viviendas»— y que se ve incapaz de frenar el aluvión.

El gobierno argentino proyectó Ushuaia como una colonia penal a principios del siglo XX: una forma como otra cualquiera de asentar sus reales en un territorio sin un claro dueño. Aquí expiaron sus pecados tipos tan poco recomendables como Roque Sacomano, que asesinó a una telefonista al confundirla con una prostituta; o Simón Radowitzky, un anarquista de origen ruso que mató a un comisario arrojando una bomba dentro de su coche; o Cayetano Santos Godino, más conocido como el «Petiso Orejudo», un psicópata que se descolgó con estas declaraciones: «Muchas mañanas, después de los rezongos de mi padre y de mis hermanos, salía de casa para buscar trabajo. Como no lo encontraba, me entraban ganas de matar a alguien; si encontraba a algún chico me lo llevaba y lo estrangulaba». En 1927 se le realizó cirugía estética en las «orejas aladas», pues se pensaba que su maldad residía allí; hay quien sostiene que le volvieron a crecer. Murió en 1944; según las mismas fuentes, por una paliza cortesía de otros internos.


El presidio, clausurado tres años después, se puede visitar, pero la mayor atracción de la ciudad está fuera de ese viejo edificio de piedra donde deambulan fantasmas; tampoco se encuentra en las librerías, restaurantes y tiendas de recuerdos de la calle San Martín. Ushuaia es, sobre todo, la promesa de un viaje: llegas y ansías marcharte hacia ese territorio todavía no domesticado, donde los grandes océanos del planeta se encuentran poco amistosamente, donde los glaciares esculpen los valles del futuro entre afiladas montañas. Y sin embargo, el sur de la Patagonia no es sólo un paisaje. Es, sobre todo, un estado de ánimo. Sus aguas fueron surcadas por exploradores que se jugaban la vida al doblar cada codo marítimo, y sus historias escritas en el dorso de las postales admiten poca competencia.

Las cuatro estaciones en un día. Algo así debió de pensar Willem Schouten cuando llegó a esta isla barrida por las tempestades en 1616. Buscaba una ruta alternativa para sortear el monopolio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que utilizaba las únicas vías conocidas para llegar a los destinos asiáticos: el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Buena Esperanza. El navegante holandés seguía una pista: años antes, en 1578, Francis Drake, durante su circunnavegación del globo —con patente de corso de Isabel I de Inglaterra para tocar las narices a la flota española—, cruzó el Estrecho de Magallanes en dirección al Océano Pacífico. Una tormenta lo arrastró hacia el sur y descubrió que Tierra del Fuego no era un nuevo continente como se creía, sino una isla. Es decir, había una alternativa a la ruta «tradicional».


Sol, niebla, lluvia, granizo... Schouten aprovechó una tregua entre el cielo y el mar y dobló el cabo, al que llamó Hoorn en honor al pueblo en que nació; luego, por esas cosas del lenguaje, pasó a denominarse Hornos. Los años sembraron de pecios las profundidades de alrededor. Un monumento y un poema recuerdan a los marinos muertos, cuyas almas olvidadas vuelan en las alas del albatros «en la última grieta de los vientos antárticos». Hay un faro con su farero. Vive con su mujer y su hijo de cinco años. Tienen televisión, internet y, sobre todo, valor. Una noche llamaron a su puerta. Esto le puede ocurrir a cualquier persona en cualquier lugar del mundo, pero... ¿en Cabo de Hornos? Era un tipo que había llegado en canoa desde Punta Arenas. Da la impresión de que en estas latitudes la gente es capaz de hacer cualquier cosa, y que la locura es tan práctica como una carta de navegación. La Antártida queda casi a tiro de piedra: 650 kilómetros al sur cruzando el Pasaje de Drake, donde suelen pintar bastos. Fue descubierta en 1820, lo que habla de las dificultades para desenvolverse en la zona; pero ésa es otra historia.


Las zodiac avanzan con precaución entre gigantescos cubitos de hielo desprendidos del glaciar Pía, en el brazo noroeste del Canal Beagle. El viaje milenario de esa lengua azul nos habla de que nada es inamovible en este mundo, ni siquiera las cosas que viven con reloj geológico. Algún día, esos imponentes glaciares dejarán de existir. «Nosotros no lo veremos, ¿verdad?», pregunta ingenuamente una pasajera de la lancha. No, aunque ya están en cuarto menguante, menos poderosos que cuando los contempló Charles Darwin en 1831. El biólogo inglés que sentó las bases de la teoría de la evolución se enroló, a los 22 años, en el barco de reconocimiento HMS Beagle, capitaneado por Robert Fitz Roy, para emprender una expedición alrededor del mundo que duraría 5 años. Había interés científico, pero los ingleses buscaban también su propio paso. Lo encontraron: el Canal Beagle se extiende a lo largo de 180 kilómetros comunicando el Atlántico con el Pacífico. Aquí y allá ríos de hielo bajan desde la cordillera Darwin desgajándose en su encuentro con las espumas marinas. El avance de la nave cortando la bruma en la Avenida de los Glaciares tiene algo de sobrenatural: cualquier marino supersticioso pensaría que está en plena travesía del Estigia hacia el inframundo. No se ve un alma. Si las hubo, ya no están.


Los patagones, esos indios de dos metros de altura que alimentaron la imaginería de los primeros exploradores, se quedaron para siempre habitando en la leyenda; a otros, más reales, no les fue mejor. Los cazadores tehuelches (solían medir entre 1'80 y 1'90 metros... ¿serían estos los famosos patagones?). Los polígamos y comerciantes onas. Los pescadores yámanas, capaces de llegar en canoa al Cabo de Hornos. Los alcalufes, nómadas marinos... Todos extinguidos, o casi, a causa de las enfermedades introducidas por el hombre blanco, de la persecución y las matanzas. En Puerto Williams vive la anciana doña Cristina, la última de las yámanas. No tiene una gran opinión de Darwin: para el científico, los aborígenes eran «infrahumanos que ladran y gruñen». Flaco favor les hizo. Quizás era muy joven e inexperto cuando pasó por aquí.


En la bocana del seno De Agostini, enfilando hacia el Estrecho de Magallanes, los petreles, alcatraces y gaviotas planean tras la popa del barco. El crepúsculo tiñe de rojo las nieves del pico Sarmiento. Una suerte: la espectacular pirámide con dos cuernos suele hacerse de rogar. Visible incluso desde Punta Arenas, dicen los lugareños que la montaña logra desembarazarse de las nubes apenas diez o doce días al año. Quizás ha heredado el sino del explorador español del que tomó el nombre: Pedro Sarmiento de Gamboa.

Antes de que Sarmiento surcara estas aguas y se escribiera su desventura, el portugués Fernando de Magallanes le había vendido su proyecto a la Corona española: se podía llegar a las Indias buscándole las vueltas al continente americano. La expedición que logró la primera circunnavegación de la Tierra zarpó de Sanlúcar de Barrameda en 1519 y regresó el 6 de septiembre de 1522 al mando de Juan Sebastián Elcano, ya que Magallanes falleció en una contienda con una tribu en Filipinas. Embarcaron 237 tripulantes en cinco naves y llegaron 18 supervivientes a bordo de la nao Victoria. Cuando atravesaron el estrecho los aventureros vieron las fogatas que encendían los aborígenes en la costa, y en consecuencia bautizaron el novísimo mundo como Tierra del Fuego.

En 1579 Sarmiento llegó al Estrecho de Magallanes para ajustar cuentas con Francis Drake; no lo encontró, pero tuvo una idea: crear una serie de asentamientos para fortalecer la presencia española en aquellas tierras. Por desgracia, el proyecto se torció: en uno de sus viajes a España buscando ayuda para los colonos fue apresado por piratas ingleses y conducido a Londres. En aquella época se cotizaba tanto el oro como los mapas, y el navegante español llevaba unos cuantos. Liberado por Isabel I de Inglaterra tras arduas negociaciones, su carruaje fue interceptado por los franceses, que lo mantuvieron prisionero cinco años más. Felipe II pagó el rescate en 1590. Demasiado tarde. Durante este tiempo, el corsario Thomas Cavendish recaló en la Ciudad del Rey Felipe, una de las colonias fundadas por Sarmiento en el desolado paraje patagónico. No tuvo nada que robar. Sus habitantes habían muerto de frío e inanición. Cavendish sólo encontró a un individuo ahorcado en un árbol. Rebautizó el lugar como Puerto Hambre, y así se ha quedado para los restos.

Puerto Hambre, Canal Beagle, Cabo de Hornos, Pasaje de Drake, Estrecho de Magallanes, Tierra del Fuego, Bahía Desolada, Faro del Fin del Mundo... Aquí los nombres pesan más que en otras partes, sin duda por las historias que se prenden a los paisajes dándoles su verdadera dimensión, obligando al visitante a imaginar las peligrosas travesías de antaño, cuando el mundo era más grande e incógnito.

Fotografía: Ignacio Gil

(Publicado en ABC el 19-11-2006)

24.9.06

LA TENTACIÓN VIVE EN UNA VITRINA



Star Wars, El Señor de los Anillos, Mazinger Z, barbies, muñecos de Playmobil, personajes de Tim Burton, héroes de la Marvel... Los fans de los iconos de la cultura pop han creado auténticos "templos" de su pasión favorita. Hemos entrado en algunos de ellos

Friki (del inglés «freak»): raro, extravagante, fanático. Este término, aún no aceptado por la Real Academia Española, se usa coloquialmente para referirse a una persona obsesionada con una afición o hobby. Pero los protagonistas de esta historia, acaparadores de productos de la cultura pop, no suelen aceptar ese cartel, aunque hayan perdido la cuenta de la figuras de Star Wars que atesoran, compren cartas a 200 euros la pieza o guarden tierra de la tumba de J. R. R. Tolkien. «Normalmente no llamas “friki” a un coleccionista de sellos o de monedas. Pues nosotros hacemos lo mismo con iconos de nuestra infancia. Hay gente que no lo entiende, pero no tiene nada de raro», comenta Ismael Contreras, encargado de una de las tiendas que Generación X tiene en Madrid (www.generacionx.es). Un establecimiento lleno de tentaciones. «No son coleccionismos vinculables. El fan de Star Wars no tiene nada que ver con el de El Señor de los Anillos, aunque ambos pueden llegar a obsesionarse y buscar todos los productos de una gama. Están muy bien informados y saben lo que quieren. Llegan a la tienda y nos dicen: “El mes que viene va a salir una nueva figura. La queremos”. Y se la reservamos».

Star Wars es lo que más vende. Lo último (o penúltimo, casi cabría decir) son los muñecos «potato» con el rostro de personajes de la saga, como el «potato Vader». En la lista le sigue el «merchandising» relacionado con la novela épica de Tolkien, los personajes de Tim Burton de «Pesadilla antes de Navidad» y «La novia cadáver» y algunos clásicos de toda la vida (héroes de la Marvel, aliens, predators...). La oferta incluye figuras de plástico a precios asequibles y otras de resina, de serie limitada, que son auténticas obras de arte. En www.sideshowtoy.com hay listas de espera para adquirir estatuillas exclusivas. Sin olvidar los cómics (una serie como Spiderman tiene hasta 600 números) y las cartas coleccionables (algunas rarezas de la colección Magic alcanzan un precio de mil euros, y hay mazos para jugar a 600 euros). Esos surtidos añaden expansiones que tienden al infinito, porque la carrera de un fan no tiene meta, a no ser que él mismo se la imponga.

Ahora están en pleno apogeo los productos de «Piratas del Caribe»: desde muñecos a colgantes, incluyendo la llave del cofre del hombre muerto. Los de «Sin City» han funcionado muy bien, y la secuela que viene les dará un nuevo empujón. ¿Es usted un entusiasta de «Perdidos», la serie de televisión? Pronto habrá muñequitos en el mercado. Y también de «El laberinto del fauno», la esperada película de Guillermo del Toro. Hoy se explota todo. «Tenemos cuenta de clientes», continúa Ismael Contreras —él mismo adquiere figuras de diseño realizadas por un artista de Nueva York que, quién sabe, tal vez algún día se coticen—. Son tipos de entre 25 y 40 años, unos más coleccionistas que otros, según su nivel adquisitivo».

«¿Cuántas figuras tengo? Todas. Cuando repintan una, la compro». Gaby Navarro, 32 años, confiesa que sus días tienen 27 horas. ¿Qué tiempo dedica a su colección de Star Wars? Mejor no confesarlo. Vive en Elda (Alicante) y, desde su más tierna infancia, se encuentra febril por culpa del universo creado por George Lucas. «Tenía tres años cuando vi la primera entrega de la saga en un cine de verano, en Benidorm. Naturalmente estaba dando la tabarra, pero cuando apareció la nave espacial me quedé como hipnotizado, según cuentan mis padres. Empecé a pulirme la paga semanal que me daba mi abuelo —cien pesetas— en muñequitos. Conservo algunos, otros los rompí (ahora los he repuesto, naturalmente). De aquella colección original no me falta ninguno, bien cuidados, con su peana».

Gaby se ha centrado en las figuras de 3 pulgadas y 3/4 («se comenta en los mentideros que es lo que medía el dedo del tipo que lanzó la idea»), pero es ambicioso: busca las variaciones, los fallos (un Luke Skywalker moreno, por ejemplo, o el mismo monstruito con orejas o sin ellas). Y más: figuras de 12 pulgadas, naves espaciales, sables, pistolas, trajes, cascos... «En Estados Unidos salió un muñeco del propio George Lucas caracterizado como un personaje más. Había que adquirir un “pack” con cinco figuras que incluía un cupón para conseguir a Lucas. Hice las gestiones necesarias». No hay reto que se le resista. De los productos especiales tiene dos copias: una para la vitrina, para mirar y remirar, y otra que conserva virgen en el «blister» (caja o embalaje).

Tiene las películas en todos los formatos posibles (VHS, Beta, Láser Disc, DVD...), y todas las ediciones. «¡Pero si son los mismos filmes!», exclaman sus colegas. «Ya, pero la caja no es la misma», les contesta. Empezó rastreando material en ebay (www.ebay.es), la web de compraventa más importante del mundo, pero luego se hizo amigo de Steven, un comerciante norteamericano que se ha convertido en su principal suministrador. «Hablamos todas las semanas». Está en contacto permanente con las tiendas especializadas. «Si traen alguna pieza, la compro aquí; sale más barata». Y bucea en webs como www.rebelscum.com (el paraíso de los coleccionistas de Star Wars), www.rebel-empire.com y www.legion501.com. Es paciente. Con la experiencia se ha dado cuenta de que, tarde o temprano, se consigue todo. El sótano de su casa es su «templo de ocio».
—¿Y tu mujer no te ha puesto aún de patitas en la calle?
—No —sonríe—. Ella colecciona muñecas Barbie. Tiene más de doscientas. Si hay peleas, es por el espacio.

El factor mujer, o novia, o padres no es irrelevante. Cualquier coleccionista sabe a qué nos referimos. Juanjo García vive en Elda con sus padres, «pero me apaño». Vamos, que no hay una oposición dura. Su caso es curioso: es un apasionado de Mazinger Z, la serie de culto japonesa, pero no había nacido cuando TVE la estrenó en la década de 1970. El veneno se lo metieron sus primos mayores, con quien pasaba las vacaciones. «Les gustaba mucho, pero yo los he superado con creces», afirma orgulloso. Empezó a moverse por internet (www.mazinteamrg.tk, www.mundomazinger.com), echó sus redes en ebay y se hizo con la serie original completa (92 capítulos; en España la censuraron por su supuesta violencia y la dejaron en 24), sus secuelas («Gran Mazinger», «Grendizer», «Mazinkaiser»), álbumes de cromos, cómics, cartas... Pero su colección estrella consiste en 40 figuras de metal, de 20 centímetros de altura, importadas de Japón, que representan al mítico robot, sus aliados y enemigos. «Las hay de cien euros, o más. También tengo otras de plástico duro: una serie limitada de la que me faltan sólo dos piezas». Tiempo al tiempo.

«Mi tesoro». La frase de Gollum para definir el anillo único se puede aplicar a la legión de seguidores de Tolkien, a quienes la versión cinematográfica de «El Señor de los Anillos» les ha puesto en bandeja tentaciones para enloquecer. Y se anuncia la adaptación de «El Hobbit». Juan Carlos Iglesias, 38 años, es propietario de varios restaurantes de Barcelona. En la bodega de uno de ellos, «Rías de Galicia», junto a 25.000 botellas de vino, tiene «su tesoro»: un museo de piezas relacionadas con la obra maestra del profesor de Oxford. Hay un pasado, claro: hace más de veinte años, en Fuensagrada (Lugo), un chaval leía por vez primera «El Señor de los Anillos» e imaginaba que los bosques que lo rodeaban eran los de la Tierra Media. «Siempre he creído que los árboles tienen vida, como los ents de Tolkien», confiesa. Ahí nació su amor por la lectura, «una pasión que nace cuando lees el libro adecuado», y por el mundo de los elfos, hobbits y enanos. Cuando llegaron los primeros rumores de las películas de Peter Jackson, empezó a colaborar en www.elfenomeno.com bajo el «nick» de Seoman —personaje de «Añoranzas y pesares», la tetralogía de Tad Williams—. «La primera pieza que cayó fue la figura de un nazgûl a caballo que me regaló mi mujer», recuerda Juan Carlos. «Pero hubo un salto cuantitativo fruto de la casualidad: un día vino a mi restaurante el editor de “Wine Spectator”, la revista de vinos más importante del mundo, que, casualmente, es amigo del presidente de New Line Cinema, la productora de las películas de “El Señor de los Anillos”. Le habló de mí y me envió nueve estatuas de colección». Luego empezó una búsqueda imparable: sellos, monedas, fotogramas originales, muñecos, cascos, armas, pipas, cartas, juegos de mesa, autógrafos de los actores... y una figura de Gollum a tamaño real. Una atracción más que añadir al marisco fresco de su establecimiento: los hijos de sus clientes disfrutan de una visita guiada al museo de Seoman.

La demostración empírica de que la auténtica patria de las personas es su infancia está aquí: www.playclicks.com. ¿Una Asociación Española de Coleccionistas de Playmobil? La cosa va muy en serio: es la página web en español más importante sobre estos muñequitos, con un millar de miembros registrados, 4.000 usuarios frecuentes, 3.000 visitas diarias y una galería de 3.500 fotos; sus fans acaban de celebrar con un éxito rotundo la II Feria Nacional en Barcelona. Juan Miguel Soler alumbró esta iniciativa hace cuatro años. «Los clicks de Playmobil eran mis juguetes favoritos de pequeño, pero me reencontré con ellos hace poco», comenta. «Soy informático y se me ocurrió la idea de la web, una excusa para conocer a otros aficionados, para acceder a más material. Ahora le dedico todo mi tiempo libre». Este malagueño de 35 años atesora más de 5.000 muñecos con sus complementos —«pero no soy el que más tiene, ¿eh?»—, algunos en cajas que llevan cerradas 30 años. «¿Para qué abrirlas? Me basta con saber que están ahí. A la mayoría nos mueve el coleccionismo; también hay gente que no acapara clicks, que tiene una cantidad razonable para montar sus escenarios. A veces, no nos conformamos con el aspecto que traen de fábrica y les damos un toque particular. Vuelves a ser niño». O tal vez nunca has dejado de serlo.

(Publicado en ABC el 24-09-2006)